De parte de una de las grandes incorporaciones de esta temporada:
Desde niño, fui muy aficionado al teatro. Siempre
lo he preferido al cine.
En mi época de estudiante en Barcelona, no me
perdí un estreno. Claro que para mi, en aquella época, los precios de las
entradas ya me resultaban prohibitivos; pero los muy aficionados teníamos una
solución: la “Clá” . ¡Anda que no he aplaudido –al mando del jefe de Clá, por
supuesto– a grandes actores, y a verdaderas “castañas” en esa época!
También hice mis pinitos como actor. Bueno o
malo, no lo sé ni tengo ningún interés en saberlo. Pero me gustaba y lo pasaba
bien.
Ya jubilado, un compañero de trabajo (también
jubilado), con el que en otro tiempo ya había participado en alguna
representación teatral, me invitó a completar el reparto de una obra que estaba
preparando junto a un grupo de aficionados: “El Teatrillo de Chamartín”. Se
reunían cerca de mi casa, en un salón de la Parroquia de S. Miguel. Me pareció
bien y me presenté al grupo, de la mano de mi compañero.
El grupo resultó ser un conjunto bastante
heterogéneo de personas. Eso presentaba para mi una gran ventaja, ya que así se
excluía toda tentación de corporativismo –del que por experiencias anteriores,
guardo un pésimo recuerdo–. Sólo buenas relaciones y, quien sabe, amistades.
La obra ya estaba elegida: La vida privada de
mamá , de Víctor Ruiz Iriarte. Me dieron un papel y empezamos los ensayos. Eran
ensayos divertidos, durante los cuales fui conociendo a cada unos de los
participantes, con sus peculiaridades, con sus manías y sus humores, con sus
debilidades y virtudes, puntuales e impuntuales; en fin, gente normal, de buena
pasta, entre la que me sentí –y me siento– bien.
Llegó el día del estreno. Cargar con el atrezo,
montar el escenario … “la silla, mejor allí; no mejor acá; ¡que no
hombre, que no …!” y todo eso. Al fin, con los elementos de qué se disponía, se
consigue una cierta unanimidad en la estética. No estaba mal, la verdad.
El local se llena, nervios, último repaso al
papel, salida a escena … aplausos, familiares entre los espectadores,
parabienes, satisfacción general, y a desmontar el tinglado y llevar los
trastos al almacén de la parroquia. Supo a poco. Deseos de repetir. Se repite y
de nuevo la misma secuencia de acontecimientos. Y aunque regreso a casa
bastante cansado, me siento contento, satisfecho. No tanto por lo bien o lo mal
que haya salido la representación, sino por la sensación de haber realizado
algo en compañía y colaboración con buena gente, con la que, seguramente,
continuaré viéndome, tratándome y preparando nuevos trabajos. Conociéndoles
cada vez un poco mejor y estrechando, a través del teatro, estos incipientes
lazos de amistad que ya a mis años, voy necesitando cada vez más.
Ruperto M. Palazón Madrid, 22
de marzo de 2014